Ayer,
viernes 30 de diciembre, como a eso de las 9 de la noche, estaba poniéndome una
buena peda con un par de amigos en casa del Pitirijas; ya saben, hay que ir
entrando en calor para las fiestecitas del fin de año. Con tres caguamas encima
y unos buenos tanques de mostaza ya todo comenzaba a darme vueltitas. Me levanté
de mi asiento a petición de mi vejiga, encaminándome con paso tambaleante a miarbolito
y, después de descargar un prolongado chorro del dorado líquido de los dioses
del orinimpo, me dispuse a lavarme las manos; pedo-pedo, pero limpio. De pronto,
me percaté de que en el espejo del baño comenzó a formarse una figura nebulosa,
y antes de que pudiera descifrar qué chingados estaba pasando, ya había un
rostro nítidamente dibujado. Era como el wey del espejo de la bruja en el
cuento de blanca nieves, pero este estaba prieto y traía en la cabeza una madre
parecida a las chingaderas que se pone Alejandra Guzmán en sus conciertos. De
inmediato se dio color de mi cara de “qué putas”, y cuando vio que iba a salir
hecho la chingada, y antes de que mis patitas reaccionaran, me dijo:
-Mira,
cabroncito, mírame bien, soy un pinche maya, y de los chingones, no creas que
cualquier mamada. Me dieron oportunidad de advertirle a veinte humanos que en
realidad el mundo, ese pinche mundo hermoso en el que yo mismo habité, pero que
ustedes han convertido en la mierda más culera del universo, efectivamente se
va ir a la chingada. Al saber esto, mi plan fue avisarle a algunas personas que
yo consideré que disfrutarían al máximo este último día, que estarían con sus
familias y les demostrarían todo lo que las quieren. Pero ya estoy muy cansado
de andar como pendejo apareciendo en todas partes y además me parece bastante interesante
saber qué hará en su último día un pinche fracasado borracho como tú. Regresaré
mañana mismo, justo unos minutos antes de que todo se vaya a la chingada, para
que me cuentes lo que hiciste y ver si valió la pena quemar este chance
contigo. Siéntete libre de hacer lo que quieras, al fin ya nomás te queda este
día. Apenas terminó de decir eso su rostro desapareció súbitamente del espejo.
“A
la verga”, pensé. Salí del baño y le conté a mis amigos, pero traían una
risueña de aquellas, y contándoles yo lo que me acababa de suceder se cagaban
de la pinche hasta que se les salían las lágrimas. Los mandé a la mierda. Me
chingué un buen buche de chela y salí a pensar qué iba a hacer. Un día anterior
había recibido el pago de mi quincena, tenía suficiente dinero como para
comprar una buena dosis de chelas, pero para qué putas quería dinero si podía
hacer lo que se me ocurriera sin necesitar esa mierda que tanto daño le ha
hecho a la humanidad.
Llegué
a mi casa; estaba sola como siempre -como estaba yo siempre que estaba en ella-.
No les contaré todo el desmadre que hice ahí porque eso es perder tiempo, sólo
les diré que a las 12 de la noche exactamente, justo empezando el día 31, ya
estaba yo bien preparado para disfrutar como nadie el último puto día del
mundo. Salí de mi casa con un disfraz de payaso, uno que había utilizado el año
anterior en una obrilla de teatro a la que me invitaron unos cuates. Ya bien
disfrazado, como todo buen pendejo que se enfrenta a su último día de
existencia, preparé una lista de las cosas que pretendía hacer.
Salí
a la calle y detuve al primer taxi que pasó.
-Bájese
a la chingada.
-No
me haga nada, por favor. – Exclamó el taxista sin quitarle su pinche mirada
aterrorizada a mi pistolita (de agua).
-Que
te bajes, putito, déjate de jotadas.
El
chofer descendió del vehículo cagado de miedo y yo me monté frente al volante
con la pinche arrogancia más cabrona del universo. “Ja-ja, pendejo”, y presionando el gatillo de mi fusca, me
aventé un chorrito de whisky en el hocico. “¿Y ahora qué?”, me dije a mí mismo.
Saqué de entre mi pinche peluca de colores la listita de las cosas que iba a
hacer y me quedé viéndola. La leí de principio a fin y determiné que eran puras
mamadas, pero al fin qué, no creo que nadie en su último día de existencia vaya
a planear quedarse a ver películas en su pinche casa o a dormirse temprano para
que el apocalipsis lo agarrara bien descansadito.
Para
que vean de lo que les hablo, les mostraré las acciones que más o menos
contenía mi listado y que, valiéndome verga todo, realizaría para poder
desaparecer feliz.
1.-
Disfrazarme de payaso (tenía que estar vestido de algo que representara la
alegría de saber que, junto conmigo, se iba a morir toda la pinche basura de la
humanidad).
2.-
Robar algo, preferiblemente un vehículo para poder hacer el desmadre.
3.-
Gastarme el dinero de mi quincena en una putita bien sabrosa (esto no era nada
nuevo, pero de todas maneras se me antojó hacerlo en mi pinche último día de
vida, ¡ps´-qué-chin-ga-dos!).
4.-
Chingarme a la zorrita en el taxi, vestido (de la mitad pa´arriba) de payaso,
estacionado frente a la casa de mi ex, mientras le gritaba que chingara a su
reputa madre.
5.-
Pedirle matrimonio a la prosti, y si me decía que sí, decirle que era broma,
que si no veía mi pinche cara de payaso. Cagarme de la risa en su cara, meterle
todo el varo de mi quincena en el brassier, y acto seguido, aventarla del carro
en movimiento y largarme por unas chelas (robadas).
6.-
Quemar el vehículo en el estacionamiento de alguna tienda departamental,
juntarme un nutrido grupo de indigentes y regalarles una buena dotación de
bombones para que los asaran con el fuego del coche (no conseguí más que tres
weyes; se acabaron los bombones antes de poder decirles que tenían que asarlos.
Ni pedo.)
Después
del punto seis, mi lista ya no era una lista como tal, sino una serie de
actividades desordenadamente pendejas en las que pretendía consumir toda la
mañana y la tarde del 31 de diciembre. Decía más o menos lo siguiente:
“Robarme
un poni. Pintar el poni de rojo y dirigirme, montado en él -cual quijote de la
mancha-, a la calle principal del centro de la cuidad a piropearme a cuanta
mamacita se me atraviese en el camino. Largarme antes de que la policía me la
haga de pedo. Dar un rol por todo el centro cantando alguna de las rolas más
culeras de Amandititita (sería difícil determinar cuál, todas están de la
verga). Irme a tragar como cerdo para luego vomitarlo en el atrio de la
catedral. Eructar, cagar, dormir (un ratito nada más), pistear, blasfemar,
fumar y hacer el resto de esas cosas deliciosas que hacemos y que se consideran
como actividades negativas, de mal gusto o desagradables. Romper cristales,
jugar maquinitas, hacer bromas telefónicas e improvisar el mayor número de pendejadas
que puedan ocurrírseme.”
Hice
la mayoría de esas cosas sin que nada ni nadie me lo impidiera y al final, ya
como a eso de las 11:30 de la noche, vi una vinatería con un putero de botellas
bien cabronas en el exhibidor. Era raro, ya estaba cerrada pero las luces aún
estaban encendidas. Me trepé como simio por un poste, subí al techo, rompí
un cristal de la parte superior y,
cuanto intentaba jalarme una botellita de Black Label, perdí el equilibrio y
rodé hacia adentro, cayendo entre los estantes hasta estrellarme en el piso.
Qué buen putazo me di, además, un chingo de botellas se cayeron y terminé
bañado en una mezcla extraña de whisky, vidrios y sangre.
Y
ahora estoy aquí, con una pierna rota y escuchando como los policías intentan
forzar la cerradura para entrar por mí. Estoy tirado en el piso, disfrazado de
payaso, con vidrios clavados en todo el cuerpo y sobre un charco de sangre con
alcohol, pero pisteando bien a gusto y, para ser sincero, me vale verga lo que
el resto de la humanidad esté haciendo en este momento. Faltan diez minutos
para que sean las 12 y del pinche maya ni sus luces, creo que ese wey fue una
simple alucinación provocada por toda la mierda que me metí ese día, pero al
fin y al cabo, se termine el mundo o no, para mí ya todo ha acabado. Feliz fin
del mundo, culeros, y si no se acaba pues… Ni pedo. Que tengan un feliz 2012.
Ojalá alguien cuide de mi poni.